El Flautista (I)

Sonó el despertador. Boros no conseguía aún dilucidar si había sido antes o después de que abriera los ojos, pero el estridente sonido se fundía con las últimas reminiscencias de su soñolienta mente. Como tantas otras veces, sus sueños consistían en una amalgama de sonidos en el vacío, palabras sobre palabras, imágenes de letras y espacios en blanco. Sólo cuando dormía profundamente podía evocar colores y formas con profusión de detalles. Aquella no había sido una buena noche.
 Una vez se hubo refrescado, procedió a la calculada rutina de desayunar, donde cada movimiento era reproducido con exactitud cada mañana. Se había acostumbrado a ello. Los cartones de leche no se diferenciaban de los de zumo, y los paquetes de café tenían demasiadas similitudes con los de galletas. Una mente aún pastosa por el sueño podría acabar con un estómago verdaderamente pastoso al confundir las cajas de una cocina. Por eso, la organización y la mecanización de los movimientos —lentos y carentes de consciencia por la mañana— se habían convertido en requisitos indispensables para la supervivencia. Sin apenas mirar, abrió el armario y sacó la primera caja de cartón. Era un paralelepípedo ortogonal completamente anodino y no presentaba detalle alguno. Por una de sus caras principales mostraba escritas, bien grandes y en mayúsculas, las palabras Café La Colombiana. La tipografía era sencilla, sin ornamentos, tal vez demasiado concentrada. Una vez había visto aquella caja de café cien mañanas seguidas, no necesitaba leer para distinguir su contenido. Aquellas palabras se habían convertido en una imagen que se diferenciaba claramente de la imagen que configuraban las palabras del cartón de leche. En aquel otro, alguien había mostrado un inusual arranque de creatividad, ya que recortadas sobre el fondo blanco se leían las palabras Leche y Prados Verdes con un ligero tono verde y una tipografía más informal. La denominada Comic Sans constituía un apreciado oasis de alegría entre la sobriedad reinante, aunque amenazaba con volverse omnipresente. Por supuesto, en otra de las caras de los envases de alimentos, productos de limpieza e higiene o medicamentos se hallaban las descripciones de cada producto. Por lo general, contrastaba con la economía de mancha de la cara contraria, pues en este caso era fácil encontrar cajas donde las letras ocuparan todo el espacio en blanco. Se podían leer los ingredientes, la composición, el origen, la fecha de envasado y caducidad, información de la empresa y eslóganes entrecomillados, todo ello sin separaciones evidentes ni intención alguna de dejar espacio. Solo algunos cartones, en los que no había nada relevante que decir, mostraban un par de líneas de texto en la parte superior y abandonaban el horror vacui por una inquietante isla de letras en un mar de nada.
Boros cogió a ciegas su paquete de galletas, colocado estratégicamente en el orden correcto de utilización. Al abrirlo y comprobar su contenido, no pudo disimular su frustración. Había vuelto a comprar, por error, las malditas galletas con chocolate.
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