Una comparación muy recurrente cuando hablo de la experiencia de haber parido una novela a lo largo de casi 20 años, es que ha sido para mí como una cápsula del tiempo en la que hemos participado 3 autores muy parecidos, pero aportando lo mejor de cada uno. Esta tira es lo que mejor definiría esa sensación:
Con 16 años es realmente difícil tener las herramientas necesarias para crear una buena novela, empezando por la experiencia para estructurar y expresar de forma escrita el maremágnum de ideas, hasta llegar al sentido crítico y la experiencia como lector que escribe. Mis ojos se fueron abriendo con los años, a medida que seguía escribiendo y leía con un ojo que iba educándose, fijándome en todos los elementos que componían magistralmente libros como «El Señor de los Anillos», «Un Mago de Terramar», «Elric de Melniboné»… Y por supuesto de otros géneros alejados de la fantasía. En casa lo llamamos «hacer sharingan».
Sin embargo, la vida a esa edad y hasta más adelante, es efervescente, apasionada, y existe una energía infinita con la que somos capaces de hacer cualquier cosa. Yo quería escribir, simplemente por el placer de canalizar de algún modo todo el universo que bullía en mi cabeza, y creo que hay pocas actividades que me hallan llenado tanto como escribir. Pero como rezaba el anuncio, «la potencia sin control no sirve de nada», y necesitaba enfocar. Había generado un entorno, unos personajes, un principio traumático, incluso expresiones de un lenguaje propio. Ahora necesitaba saber qué iba a suceder con todo aquello y no tuve problema alguno en darle una estructura clara.
Os contaré un secreto: «Kelvalad, la espada oscura», nació a partir de un videojuego que estuve haciendo, trasteando con una aplicación llamada «Click&Play» con la que era muy sencillo crear juegos simples. Así pues, escogí como personaje a un bárbaro que lanzaría hachas y decidí llamarle «Rúdrigar de Maraguil». Pero mi ordenador heredado venía con algo más que esa aplicación y pasaba la mayor parte del tiempo flipando con el Word. Sin limitaciones de tinta, papel, horarios ni necesidad de ocultar mis creaciones a los ojos de los curiosos, empecé a escribir lo que se me ocurría. Así empezó todo.
“Eran tierras de nadie, donde no había leyes establecidas que respetar o incumplir, donde la noche apenas se distinguía del día y las sombras arrastraban su eterno llanto oscuro (…).»
Necesitaba una historia y progresivamente fui adaptando una que había ideado para dibujar un cómic que yo sabía que me llevaría la vida entera. Bueno, tal vez habría tardado lo mismo en dibujarlo que en escribirlo, pero no quiero ni imaginar lo que habría significado «corregirlo» 15 años después. También necesitaba un malo al que echarle la culpa de todas las desgracias para poner su foto en la pared y tirar los dardos. Una vez más volví a recurrir a mis cómics y rescaté la figura de un personaje al que le tenía mucho cariño a pesar de su oscura naturaleza, y que me resultaba muy magnético. Luego di rienda suelta a mi pasión por los mitos, leyendas, Japón y los ninjas, criaturas mitológicas y, por supuesto, mi adoración por los dragones. Es una enfermedad de la que más o menos he ido consiguiendo una cura a base de hartazgo, ¡pero joder! ¡Es que los dragones son la oblea!
Pero pasaron los años y al fin pude dedicar las vacaciones a terminar de escribir el final. Incluso empecé a escribir una continuación que iba a consistir en una trilogía. Lo tenía claro: amaba escribir y quería escribir una novela detrás de otra. Corregí innúmeras veces, ilustré numerosos fragmentos y preparé una versión en papel, lista para ser enviada a editoriales. De pronto, cristalizó en mi cabeza lo que tanto tiempo había temido. Aquella novela no tenía lo necesario para ser considerada por una editorial, y sólo podrían leerla aquellas personas allegadas o que sentían curiosidad por los mundos que les presentaba de primera mano. Sabía que, para que esa novela fuera algo más que un ejercicio de iniciación personal, tendría que trabajar duramente en ella, y ya había dedicado demasiados años. Estaba muy cansado y quería seguir avanzando. Poco tiempo después, mi vida cambió y mi tiempo se vio monopolizado por la ilustración y el diseño. Había puesto toda la carne en ese asador y ya sólo podría escribir relatos cortos, cuentos o guiones para cómics. Todo lo que tuviera relación con la ilustración. Mis novelas murieron. O, al menos, permanecieron inconscientes hasta que lo que parece haber muerto es mi trabajo de ilustrador.
Curiosamente, mis tratos con las editoriales no habían sido como autor, sino como ilustrador. Durante años habíamos jugado, empresas y yo, a un juego de desgaste al que yo llamo «¿Te imaginas publicar? Pues sigue imaginando«. He perdido la cuenta de las veces que me llegaba una propuesta tan cojonuda que se me saltaban las lágrimas de la emoción, en la que invertía mi ilusión y sentía que mi carrera despegaría. Si no hubiera perdido la cuenta de las veces que eso sucedió, recordaría la cantidad de veces que, después, el proyecto era desestimado o no seguía adelante por el motivo que fuera. Más o menos el mismo número de veces. A todo esto, no ayudó en absoluto ni la crisis económica de las empresas y las personas, ni la crisis ética, de la que adolecía directamente el podrido mercado laboral. Sea como fuere, estaba llegando al límite y de pronto surgió la idea. Un amigo, Javier G. Valverde, había decidido hacer realidad su ilusión de escribir y publicar un libro que tenía bosquejado. Leyendo «La leyenda del bosque que nunca existió», recordé vívidamente cómo escribir había resultado tan gratificante para mí. La ilustración y el diseño me habían dado buenos momentos, pero los malos me habían herido de gravedad. Necesitaba volver a sentirme bien con lo que hacía. Decidí retomar la novela y darle las correcciones que necesitaba para sentirme orgulloso de ella, y todas esas ideas que ya no me sentía con fuerzas de dibujar, quiero darles la vida que se merecen, palabra por palabra.
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