Cuando iba a Valencia para estar con mi padre una temporada, me hacía mucha ilusión ya que era el progenitor al que menos había visto a lo largo de mi infancia. El entusiasmo por estar con él se entremezclaba con una extraña sensación de rechazo que provenía de la compañía con la que vivía él. Era un piso antiguo, como siempre, en la misma ciudad. En los peores barrios de la ciudad, más precisamente. Allí vivía con Sibila y su hijo David, un par de años mayor que yo. Cuando mi padre no estaba, me trataban peor que de costumbre.
«La Sibila» (1913), de H. Anglada-Camarasa.
Sibila era una mujer de procedencia brasileña, alcohólica como su padre, con sus traumas, como todos. Había huido de casa debido a los abusos sexuales que recibió y, ya establecida en Valencia, ya había dado a luz a David cuando conoció a mi padre. Tenía aún un curioso acento, que no supe a qué era debido ya que nunca había conocido a ningún extranjero cuya lengua materna no fuera el castellano. Imagino que, cuando no entendía lo que me decía, sería porque me hablaba en portugués. Y lo mismo se estaba cagando en mi madre. O en mi padre. No me parecía trigo limpio. Cuando somos tan pequeños, carecemos de recursos para mantenernos con vida ante muchos de los peligros potenciales. Somos vulnerables y no tenemos la capacidad de defendernos de cualquier amenaza, dependemos por completo de los adultos. Pero a cambio, desarrollamos nuestro olfato para localizar algunos de esos peligros y, por lo menos, no ir de cabeza hacia ellos. Mi prima Sofía y yo éramos detectores humanos de impresentables, ruines, delincuentes sin escrúpulos y mala gente en general. Además, a mí no me interesaba en absoluto lo que un adulto escondiera entre las piernas, por lo que estaba completamente inmunizado ante el influjo de Sibila, a la que mi madre llamaba cariñosamente «Sibilina de lengua viperina». No obstante, una mañana me levanté y la vi en un rincón de la casa muy especial. La casa era especialmente sombría, pero allí en el salón había una zona que a mí me recordaba a un escenario. Estaba elevado, se accedía mediante tres o cuatro escalones y estaba rodeado de paredes. En la entrada, había cortinas recogidas, para acceder libremente, aunque a veces se cerraba para crear intimidad. Lo cierto es que parecía el rincón chill-out de una tetería árabe. Hasta tenía su mesita baja y el suelo estaba cubierto por una alfombra de tipo persa. Intuyo que muchísimo más barata. Allí se encontraba la Sibila, enmarcada en aquel lugar, como una estatua divina y terrible de una religión olvidada por los hombres, reposando en posición de loto sobre los escalones como en un altar. No se trataba de una virgen cristiana, de rasgos delicados, casta e inmaculada. Una tela fina caía en cascada con numerosos pliegues desde su cadera. Más arriba, su piel desnuda. En el centro geográfico de aquella estatua se hallaban dos pechos generosos, y de uno asomaba el pequeño David, chupando. Que sería pequeño para beber güisqui pero no para la leche materna; se hallaba allí plantado, con sus cinco años y encaramado a su madre, metiéndose en la boca el pezón de una forma poco alimenticia. Más bien recreativa. Ella me miró ligeramente sorprendida, yo la miré pasmado. Había transgredido un espacio sagrado sin darme cuenta, pero las divinidades no se dejan sorprender o, al menos, disimulan bien. Me sonrió con la boca, plácida y en el gesto más natural del que ella era una experta usuaria. Mis ojos de niño podían ver más allá de su expresión. Sentía que, aunque no estuviera contrariada sino más bien complacida por la situación que se presentaba, de algún modo había descubierto algún secreto de adulto. No sabía a ciencia cierta qué era de todo aquello lo que ella había mantenido oculto, pero por un instante tuve la certeza de que en su gesto había un tic delator de haber sido pillada in fraganti. Imaginé que ese ritual pagano que realizaba con su pequeño no era tan natural como ella pretendía fuera de su círculo sacro. Me figuré que mi padre no acostumbraba a verlo. Pero en su rápida sonrisa se dejaba traslucir la seguridad de quien se sabe capaz de manejar la situación, de llevar a los niños por donde se quiere. Su boca sonreía, sí, pero sus ojos decían otra cosa. No tenía recursos para descifrar todas las expresiones adultas, pero ya había visto el cielo y el infierno en aquellos rostros. Y ahora, sus ojos me ofrecían el cielo pero se hallaban en algún ignoto infierno.
—¿Quieres chupar tú también?
Al tiempo que decía esto, dirigió una fugaz mirada hacia su otro pecho expuesto, a modo de invitación. Su hijo David, que nunca parecía de acuerdo con extender hacia mí cualquier tipo de invitación, en esta ocasión separó la boca, con los labios aún cóncavos, y asintió. ¿Sabes esa sensación de que algo no marcha bien, que hay algo que no encaja y que todos tus sentidos te advierten de que deberías correr en dirección contraria? Sí, el sentido arácnido de Spiderman, el instinto tardío del Almirante Ackbar de Star Wars, una aprensión invisible que pone tu cuerpo en estado de alarma. Tal vez aún no estaba muy familiarizado con la religión católica, pero aquella escena fue muy representativa para mí cuando me hablaron de las tentaciones del diablo a Jesucristo. Salvando mucho las distancias, claro. Pero sí había algo de oscuro en todo aquello. Había algo en el ambiente, en sus expresiones, como si una sombra cruzara sus rostros y sólo pudieran verse sus bocas satisfechas y un brillo de deseo en sus ojos. En aquella escena, sólo faltaba un pollo sin cabeza en mitad de un pentáculo dibujado en el suelo, unas hojas de belladona, unas setitas y humo saliendo de un quemador de incienso. Estuvieran o no esos fetiches y atrezo de aquelarre, la sensación debía de ser muy parecida. Me negué lo más diplomáticamente que pude y ella sonrió. Allí no había leche, no había alimento ni placer para mí.
Al parecer, sólo estaba en lo cierto concerniente al placer. No me iba a aportar placer alguno acercarme al pezón de aquella madre ajena que me toleraba, más que apreciarme, viendo en mí el claro reflejo de la persona que había atrapado el corazón de mi padre hasta el día de su muerte. Sibila, a su vez, decidió atraparle por otros medios. Tal vez por los huevos. Tal vez porque se había quedado embarazada de él y entre sus brujerías y que Arturo tampoco era un desalmado que fuera dejando a las mujeres embarazadas para que se apañaran con el niño, al final sus caminos fueron de la mano durante años.
Pero, ¿a qué me refería con que sólo había acertado en cuanto al placer? Es posible que me precipitara ante la idea de que aquella mujer no podía amamantar a un niño de cinco años, nunca lo había visto. Y es posible que no fuera la bruja que parecía rodeada de aquel halo de misterio y expresiones que a mí me parecieron ladinas. A pesar de la proyección de celos hacia mi madre que proyectaba en mí, posiblemente no me odiara. Y también posiblemente viera en ella una amenaza por la forma en que anteponía a su hijo por encima de mí en cualquier situación. Pero aquella vez me propuso ser uno más, me ofreció un bien preciado, y tal vez malinterpreté algún gesto como si tuviera alguna connotación sexual, un tinte de algo que sólo los adultos entendían y manejaban. Siempre había pensado que lo único que ella buscaba era que le lamiera el pezón, en su día pensé que era un poco depravada; y aunque yo ya no era un activo en la lactancia, me habría sentido como si le hubiera puesto los cuernos a los pechos de mi madre. Pero supongo que el destello de placer anticipado que leí en su mirada podía deberse al alivio que sentiría si necesitaba dar salida a su leche y yo ayudaba.
Una mañana, en el desayuno, advertí algo inusual. Durante años pensé realmente que había probado la leche de cabra, como me dijeron. Incluso lo aseveraba, convencido de ello ante las caras de extrañeza que me brindaban amigos que habían vivido en entornos más rurales que aquel piso de Valencia en el que pasaba algunas temporadas con mi padre. Un día te paras a pensar, atas un par de cabos, y te das cuenta de que, al final, sí probé la leche de la Sibila.
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