Escribir Con Depresión

¡Ah, la melancolía! ¡Qué bonita!, ¿verdad? Nada como pasear por el fango para elevar el espíritu artístico de pintores, escritores y otros bichos raros. Quien escribió este haiku orco estaba rebozado de melancolía en un acantilado frente a un espeso mar de niebla:

En la batalla

sangre y lodo se mezclan,

llueven los cuerpos.

Pero no nos engañemos. Aunque la poesía orca rima en acojonante en los impares, el orco más zen de la aldea no estaba deprimido ni mucho menos. Y es que la gente aún tiene tendencia a pensar que melancolía y depresión son lo mismo o, peor aún, que una persona deprimida solo está de bajona. Ya es hora de que hablemos con claridad y sin tapujos de esto.

Esta entrada está escrita desde los entresijos y gallinejas. Directamente de mi patata a la tuya. Sé que es un tema impopular y que, en esta sociedad del postureo donde lo importante es restregar los éxitos y ocultar el resto del iceberg de mierda que constituye nuestra vida, la gente rehuye cualquier persona o publicación que contradiga los mandamientos de los gurús motivacionales. Tranquilos, la depresión no es contagiosa. No pasa nada. Es una enfermedad, sí, pero solo se trata de un trastorno mental que afecta en algún momento a una quinta parte de la población. Sin embargo, padecerla trastoca a una persona a muchos niveles y es importante que aprendamos a convivir con ella, entenderla y, sobre todo, comprender a quienes la padecen.

Hugging a Cactus by Chocoreaper

Ayudar a alguien con depresión puede hacerte daño a veces, pero ¡eh!, lo importante es la actitud.

Lo primero es que la depresión está muy relacionada con el sistema inmunológico, con problemas de estómago y sueño, inflamación crónica, baja autoestima y dificultad para relacionarse. Además supone vivir constantemente con miedos que los demás consideran ridículos, pero para el paciente son muy reales. Esto se traduce en cansancio y debilidad para enfrentarse a las tareas más tontas y sencillas como ir a la compra, asistir a un evento, hacer la comida, etc. Incluso las que te gustan, como por ejemplo escribir. Imagina que te vas a la cama y que, en lugar de dormir plácidamente tras contar una docena de ovejas, cuentas uno a uno todos tus traumas y le das vueltas a lo que hiciste o dejaste de hacer desde que ibas al instituto. Al cabo de un rato pones la mente en blanco, respiras y vuelta a empezar. Luego duermes regumal y te levantas como si hubieras corrido una maratón marcha atrás. Bien, ahora busca una razón para levantarte y hacer todas esas cosas que ni siquiera son fáciles para alguien que se levanta como un perrete feliz y desayuna en su taza de Mr. Wonderful.  Imagina que nada más levantarte llega una criatura entre cuñado y Gollum y se sube a tu chepa. El bicho se dedica desde ese momento a comerte la cabeza como si te estuviera vendiendo fibra y línea telefónica, pero su discurso consiste en destruirte psicológicamente: «No vales nada; ¿a quién le interesa tu opinión?; das pena; no serás capaz de lograrlo; no vayas a esa fiesta; es inútil, ¿por qué lo intentas?; ¿y si, en lugar de cortar el cable rojo y desactivar esa bomba, nos vamos a la cama?». A veces conseguirá hablar por ti y nadie se dará cuenta. Tras varios meses suplantando tu identidad, el Gollum cuñado se habrá nutrido de tu fuerza vital, se habrá puesto paquidermo y tú estarás realmente jodido. Sigue leyendo

GELB :: Sofía

En Denia vivimos una temporada mi madre y yo, con Susa, Sofía y su padre Gus. Tenía tres o cuatro años. Era una zona de ciudad, un apartamento con un aire antiguo. Bien pensado, la mayoría de casas en las que viví con mis padres ya eran antiguas cuando las hicieron. Una de esas cocinas de azulejo y aluminio por un lado, una bañera oxidada por otro. En esa zona causamos sensación mi prima Sofía y yo. Éramos dos niños con apenas seis meses de diferencia y nos llevábamos tan bien que la gente pensaba que éramos hermanos. Y, a decir verdad, nosotros también. A nuestras madres les costó lo suyo convencernos de la verdad. Iba en contra de nuestra lógica ya que, si mi madre y la suya eran hermanas, a la fuerza nosotros teníamos que ser hermanos. Debimos de pensar que aquello era algo que se heredaba. Pues bien, éramos como hermanos, como una masa con identidad propia cuando estábamos juntos. Pero luego cada uno, por separado, era muy distinto. Yo era especialmente activo, «como una moto», me decían. Sofía era más tranquilita y no daba mucha guerra. Pero a la hora de llevarnos de un lado a otro, la gente prefería cargar conmigo. Y no era porque yo siempre haya sido un chico delgado y ligero, sino porque redistribuía mi peso para adaptarme mejor a quien me cogiera. Tal vez buscaba mi punto de equilibrio y me coordinaba muy bien con mi porteador. Mi prima, cuando la cogían en brazos, decían que era un «saco de patatas», un peso muerto. Es posible que tuviera que ver con el grado de actividad, porque todo niño dormido en brazos obtiene el superpoder de pesarle hasta las pestañas. Luego el tiempo se descojona de nosotros, transformándolo todo con ironía. Cuando crecimos, mi prima fue la activa, siempre moviéndose, siempre haciendo cosas. Yo fui perdiendo mi energía sin límites. Me pregunto si seré un peso muerto en caso de que me vuelvan a coger en brazos, con mis setenta kilos.
Sofía siempre ha sido muy bonita, con una sonrisa preciosa y de carácter agradable y tierno. Incluso en una época en la que nuestras madres debieron de cortarnos el pelo borrachas. Yo tenía trasquilones por todas partes y ella… bueno. Cuando fuimos a la playa, al sol y medio en pelotas, parecía una pequeña troglodita. Más adelante tuvo que ponerse gafas para corregir su hipermetropía. A ella no le gustaban, pero a mí me parecía que le quedaban muy bien y que hiciera lo que hiciese, siempre sería guapa. Al final se le corrigió y, en cuanto a mí, me tocó el resto: miopía y astigmatismo. Al contrario que Sofía, yo soy incorregible.

"Los veranos mudos", de Pilar López Báez

«Los veranos mudos», de Pilar López Báez

Una tarde, Sofía y yo esperábamos a nuestros padres, allí en la casa de Denia. Escuchamos algún ruido, voces, y pensamos que podían ser ellos. Pero ser pequeño es engorroso para todo lo que mola. Te ves limitado en cualquier situación y acabas buscándote las mañas para superar todos los obstáculos. En este caso, tuve la genial idea de coger una de las sillas de la cocina para asomarme a la mirilla. Está bien, es un clásico, pero no fue genial por evidenciar hasta qué punto había desarrollado la inteligencia. Y no fue genial para mí, sino para mi prima. Nuestros padres volvieron, por supuesto. Aquel fue un día ordinario en nuestras vidas, no hubo ningún hecho destacable. Lo destacable llegó a la mañana siguiente, cuando fuimos a desayunar. Se ve que me había hecho a la casa porque, con los ojos todavía cerrados a causa del sueño, me dejé llevar por la mecánica de mis movimientos. Concretamente al suelo. Fui arrastrado por la fuerza de la gravedad sin encontrar el apoyo de mi silla, que había pasado la noche entera ante la puerta de casa. Al aterrizar con el culo me desperté al instante, pero tardé un rato en darme cuenta de lo que había sucedido. Sofía aún se descojona recordándolo. No fue la única vez que mi culo golpeando el suelo hacía reír a mi prima y, a pesar del dolor, lo que recuerdo con cariño es su risa.

Escribe como si no hubiera mañana

¡Hola hermosos! ¡Este blog cumple un año! Siempre es motivo de orgullo y satisfacción ver tu blog pasar esa barrera psicológica, un meridiano que te hace echar la vista atrás y releer las primeras entradas, esnifar la ilusión que emanaban, poner cara de interesante, mirada intensa, y seguir trabajando.

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[Novela gratis]

Además, este blog nació a la par que publicaba mi primera novela «Kelvalad» en formato eBook. Así que tengo motivos para celebrar y voy a hacerlo regalando el libro electrónico durante 3 días. Aprovecha si aún no la has leído, del 3 al 5 de marzo, descargándola en Lektu y Amazon. Lo único que necesitarás es una cuenta en una de estas plataformas. Yo recomiendo Lektu, sobre todo si tu eReader no es Kindle y necesitas un ePUB. Ahí tienes varias opciones de formato, pero en Amazon tienes un AZW3/Mobi perfectamente funcional, en cualquier caso sin DRM. Para descargar de Lektu realizarías un pago social, que significa compartir en una red social que te llevas un libraco muy hermoso por tu avatar bonito. Solo pido algo a cambio por este regalo: cuando lo leas, acuérdate de dejar un comentario y tu voto. Por si no lo sabes, escribir ese libro ha sido la tarea más titánica a la que me haya enfrentado jamás, el fruto de un trabajo al que dediqué mi amor durante años. Traducido a din€uros, jamás alcanzaré una recompensa económica que haya satisfecho mis horas de imaginar, documentar, escribir, corregir y maquetar. Saber que hay gente ahí fuera que la ha disfrutado, no obstante, me pone muy contento. Esa alegría no paga mis facturas de la luz, pero inunda mi corazón de calor y me da combustible para seguir adelante. También mejora mi posicionamiento.

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Niño, eres mu pesao con tu Kelvalá, tu Kelvalá. Sigue leyendo

2 Novelas que se Están Cocinando Ahora Mismo

Ricardo Lorenzo, el pediodista argentino afincado en Aranjuez que moderó el Encuentro de Autores Independientes de Aranjuez y que me causó una honda impresión, arrancaba mi presentación con unas palabras rescatadas de una de las entradas de mi blog:


(…) A veces escribimos gracias a lo que conocemos y, otras veces, nos conocemos gracias a lo que escribimos.

No es la primera vez que escucho con interés una cita para descubrir que la he dicho yo en algún momento, lo que por un lado me hace sentir que me caigo bien a mí mismo sin quererme en exceso (y eso está bien); por otro, no obstante, me hace recordar otra cita de James M. Barrie en su novela más conocida:


(…) Mas Peter Pan era un aturdido y decía las cosas tal y como le pasaban por la cabeza.

No es que yo hable siempre a lo loco, sin pensar, pero no le doy a veces importancia a lo que digo. Es un estigma derivado de la relatividad en la vida. Las palabras no son sólo mi herramienta sino, además, mi campo de juego, y la verdad es que paso mucho tiempo jugando con ellas. Pero estas palabras, de la boca de otra persona, me han sido devueltas tras haber visto mundo y las acojo con gusto. Cada día lo creo más, sobre todo al escribir «Gusanos en la basura».

 

Y, a propósito, ¿qué sucede con GELB? Ha pasado un tiempo y por fin puedo sentarme a poner algunas ideas en orden, trazar mi línea de trabajo en los próximos meses y contarte un poco lo que vas a encontrar en el blog; y, en un futuro espero no muy lejano, en las tiendas.

 

Gusanos en la basura.

GELB es una novela testimonial que tenía en mente, una mezcla de realidad autobiográfica aderezada con pequeños parches de ficción. Me decidí a escribirla como una terapia, como si ella misma me pidiera que la sacara a la luz. Me di cuenta del bien que podía hacer arrojar luz sobre una infancia de tinieblas sobre la cual se sustentaba mi vida adulta, tambaleante. En los últimos años, mis recuerdos sobre los momentos más duros habían resultado muy persistentes, parecía que mi mente quería darme a entender quién soy y por qué. Como si hubiera vivido una tregua durante unos años, mis experiencias, traumas, recuerdos y educación se habían mantenido tras el velo de una vida feliz e intensa. Al caer en la depresión, más tarde, todo aquello volvió con fuerza y sentí que tenía que empezar a canalizarlo de alguna forma. Hablando con un amigo, le di vueltas al concepto del perdón, algo que nunca pasó por mi mente. ¿Perdonar? No sabía ni siquiera que tenía asuntos pendientes, que tenía que hacer las paces con alguien. Y darte cuenta de que, en el fondo, existe un atisbo de resentimiento, es un paso importantísimo. Descubrí que llevaba todos estos años resentido con la vida que me habían dado, y que me había proporcionado pistas en numerosas ocasiones al decir frases como «no quiero traer un niño a este mundo si no puedo asegurarme de que tendrá una buena vida».
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GELB :: Spiderman de andar por casa

Entre mis poderes de superhéroe se encuentra la capacidad de hacerme casi invisible. No por nada me convertí en «ninja del amor», «robabesos de la oscuridad». Eso fue completamente autodidacta y siempre me sentí orgulloso de mis progresos. Ya pasada la adolescencia, había quien decía que era como un fantasma. De vez en cuando me acercaba a un grupo de unos pocos compañeros de instituto, hablaba con ellos, intercambiábamos información o algún trozo de bocadillo de tortilla o bollería industrial. Cuando se volvían para hablarme o preguntarme algo, yo ya había desaparecido. Y no, no me había llevado el bocata de nadie. No soy tan ruin. Mis poderes han de usarse para el bien o, en todo caso, de forma que no hagan mal a nadie. En estos casos advertía un tiempo muerto en el que el cerebro de la gente había olvidado por completo que yo estaba allí. Tal vez sin llegar a molestar, tampoco sentía que nadie se maravillase con mi presencia. Como siempre se me ha dado terriblemente mal el intercambio de saludos pertinente a la hora de las despedidas, optaba por irme en silencio. Si mi presencia no les aportaba nada, al menos que mi ausencia les causara algún tipo de sorpresa o emoción.
Otro de mis poderes lo adquirí gracias a un maestro. Al menos, gracias a él descubrí que podía hacerlo. David, el hijo de Sibila, era responsable de mí en muchas ocasiones. Él era un pequeño pillo de la calle y siempre fue muy despierto para su edad. Así que no era extraño que nos dejaran solos en alguna ocasión. Su inesperado papel como líder le cambiaba el carácter y la confianza, una vez no estaban ni su madre ni mi padre. De pronto dejaba de ser el niño bueno que, cuando rompía algo, me apuntaba con el dedo con su escaparate de lágrimas de cocodrilo en los ojos. Su mirada se hacía más aguda, su gesto más severo. Sacaba el pequeño tirano que había en él y yo tenía que seguirle y hacer lo que dijera. Claro que iba a aprovechar aquellas ocasiones para usarme de chivo turco o cabeza expiatoria… Pero no todo iba a ser aprovecharse de su posición y mi ingenuidad. También hizo algo que siempre agradecí: me enseñó a escalar entre escombros. Por nuestro barrio había uno de esos edificios derruidos, de los cuales sólo quedaba un muro de contención y un hermoso solar donde abundaba la basura. Y bueno: Valencia, año ochenta y cuatro, barrio con alta tasa de delincuencia. ¿Sabes a dónde quiero llegar? Bien, pues entre la basura siempre era fácil divisar las jeringuillas tiradas por el suelo. En una zona medianamente expedita de desperdicios, David se encaramó a la pared introduciendo sus dedos pequeños pero ya dotados de cierta fuerza en los intersticios de los ladrillos. Tras subir un tramo, bajó y me indicó que le imitara, guiándome con sus comentarios y señalándome dónde poner la mano a continuación. Me resbalé un par de veces, sin llegar a caer en aquel suelo maldito de mierda y agujas, y me invadió la euforia de haber logrado mantenerme en una pared, luchando con mis propias fuerzas contra el mandato dictatorial de la gravedad. Imagino que mi obsesión por lavarme las manos al llegar a casa vendrá de este momento, ya que aunque no hubiera basura en ese tramo de pared, lo más seguro era que alguien la hubiese regado noche sí, noche también, de lo que hubiera bebido en cada ocasión.

Una vez hube adquirido este nuevo conocimiento, habilidad o superpoder, necesitaba usarlo en cualquier situación. Me encaramaba a todas partes, trepaba a los árboles hasta darme cuenta de que no podía seguir subiendo ni sabía bajar. Pero, lo que más me gustaba hacer, con diferencia, era trepar por las paredes en casa de los abuelos. Ya por aquel entonces conocía a Spiderman, me fascinaban el personaje y sus poderes. Así pues, aprovechaba cuando mis abuelos no hacían la ronda por el pasillo. Embutido en mi pijama de algodón rizado, cual traje de superhéroe, plantaba manos y pies a ambos lados sobre el papel pintado de las paredes. Con facilidad, ya que pesaba poco y tenía el tamaño perfecto, subía hasta el techo apoyado en mis pies, con las piernas abiertas a modo de contrafuertes y los brazos medio extendidos ayudándome en la subida. Estaba orgulloso de ser capaz de semejante proeza. No era como escalar edificios, pero antes de correr hay que aprender a andar. Mis abuelos se ponían de los nervios cada vez que me veían hacer el mono, así que mis acrobacias tenían que pasar desapercibidas a sus ojos. Sólo cuando llegaba a casa mi prima o mi madre, corría a esperar en el techo hasta que pasaran al pasillo. Mi intención era sorprender. ¡Y vaya si lo conseguía! Nadie se esperaba encontrarse a un niño encaramado al techo con brazos y piernas medio abiertas. Hasta que lo vieron una docena de veces y, por supuesto, una docena de veces fui reprendido por los abuelos. Aquello, como todo, les parecía poco seguro, y además tengo que reconocer que yo era el peor enemigo de las paredes de aquella casa. Pero ahí no acababan mis días como niño-mono araña.

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Así me veía yo.

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GELB :: La leche de la Sibila

Cuando iba a Valencia para estar con mi padre una temporada, me hacía mucha ilusión ya que era el progenitor al que menos había visto a lo largo de mi infancia. El entusiasmo por estar con él se entremezclaba con una extraña sensación de rechazo que provenía de la compañía con la que vivía él. Era un piso antiguo, como siempre, en la misma ciudad. En los peores barrios de la ciudad, más precisamente. Allí vivía con Sibila y su hijo David, un par de años mayor que yo. Cuando mi padre no estaba, me trataban peor que de costumbre.

"La Sibila" (1913), de H. Anglada-Camarasa.

«La Sibila» (1913), de H. Anglada-Camarasa.

Sibila era una mujer de procedencia brasileña, alcohólica como su padre, con sus traumas, como todos. Había huido de casa debido a los abusos sexuales que recibió y, ya establecida en Valencia, ya había dado a luz a David cuando conoció a mi padre. Tenía aún un curioso acento, que no supe a qué era debido ya que nunca había conocido a ningún extranjero cuya lengua materna no fuera el castellano. Imagino que, cuando no entendía lo que me decía, sería porque me hablaba en portugués. Y lo mismo se estaba cagando en mi madre. O en mi padre. No me parecía trigo limpio. Cuando somos tan pequeños, carecemos de recursos para mantenernos con vida ante muchos de los peligros potenciales. Somos vulnerables y no tenemos la capacidad de defendernos de cualquier amenaza, dependemos por completo de los adultos. Pero a cambio, desarrollamos nuestro olfato para localizar algunos de esos peligros y, por lo menos, no ir de cabeza hacia ellos. Mi prima Sofía y yo éramos detectores humanos de impresentables, ruines, delincuentes sin escrúpulos y mala gente en general. Además, a mí no me interesaba en absoluto lo que un adulto escondiera entre las piernas, por lo que estaba completamente inmunizado ante el influjo de Sibila, a la que mi madre llamaba cariñosamente «Sibilina de lengua viperina». No obstante, una mañana me levanté y la vi en un rincón de la casa muy especial. La casa era especialmente sombría, pero allí en el salón había una zona que a mí me recordaba a un escenario. Estaba elevado, se accedía mediante tres o cuatro escalones y estaba rodeado de paredes. En la entrada, había cortinas recogidas, para acceder libremente, aunque a veces se cerraba para crear intimidad. Lo cierto es que parecía el rincón chill-out de una tetería árabe. Hasta tenía su mesita baja y el suelo estaba cubierto por una alfombra de tipo persa. Intuyo que muchísimo más barata. Allí se encontraba la Sibila, enmarcada en aquel lugar, como una estatua divina y terrible de una religión olvidada por los hombres, reposando en posición de loto sobre los escalones como en un altar. No se trataba de una virgen cristiana, de rasgos delicados, casta e inmaculada. Una tela fina caía en cascada con numerosos pliegues desde su cadera. Más arriba, su piel desnuda. En el centro geográfico de aquella estatua se hallaban dos pechos generosos, y de uno asomaba el pequeño David, chupando. Que sería pequeño para beber güisqui pero no para la leche materna; se hallaba allí plantado, con sus cinco años y encaramado a su madre, metiéndose en la boca el pezón de una forma poco alimenticia. Más bien recreativa. Ella me miró ligeramente sorprendida, yo la miré pasmado. Había transgredido un espacio sagrado sin darme cuenta, pero las divinidades no se dejan sorprender o, al menos, disimulan bien. Me sonrió con la boca, plácida y en el gesto más natural del que ella era una experta usuaria. Mis ojos de niño podían ver más allá de su expresión. Sentía que, aunque no estuviera contrariada sino más bien complacida por la situación que se presentaba, de algún modo había descubierto algún secreto de adulto. No sabía a ciencia cierta qué era de todo aquello lo que ella había mantenido oculto, pero por un instante tuve la certeza de que en su gesto había un tic delator de haber sido pillada in fraganti. Imaginé que ese ritual pagano que realizaba con su pequeño no era tan natural como ella pretendía fuera de su círculo sacro. Me figuré que mi padre no acostumbraba a verlo. Pero en su rápida sonrisa se dejaba traslucir la seguridad de quien se sabe capaz de manejar la situación, de llevar a los niños por donde se quiere. Su boca sonreía, sí, pero sus ojos decían otra cosa. No tenía recursos para descifrar todas las expresiones adultas, pero ya había visto el cielo y el infierno en aquellos rostros. Y ahora, sus ojos me ofrecían el cielo pero se hallaban en algún ignoto infierno.
—¿Quieres chupar tú también?
Al tiempo que decía esto, dirigió una fugaz mirada hacia su otro pecho expuesto, a modo de invitación. Su hijo David, que nunca parecía de acuerdo con extender hacia mí cualquier tipo de invitación, en esta ocasión separó la boca, con los labios aún cóncavos, y asintió. ¿Sabes esa sensación de que algo no marcha bien, que hay algo que no encaja y que todos tus sentidos te advierten de que deberías correr en dirección contraria? Sí, el sentido arácnido de Spiderman, el instinto tardío del Almirante Ackbar de Star Wars, una aprensión invisible que pone tu cuerpo en estado de alarma. Tal vez aún no estaba muy familiarizado con la religión católica, pero aquella escena fue muy representativa para mí cuando me hablaron de las tentaciones del diablo a Jesucristo. Salvando mucho las distancias, claro. Pero sí había algo de oscuro en todo aquello. Había algo en el ambiente, en sus expresiones, como si una sombra cruzara sus rostros y sólo pudieran verse sus bocas satisfechas y un brillo de deseo en sus ojos. En aquella escena, sólo faltaba un pollo sin cabeza en mitad de un pentáculo dibujado en el suelo, unas hojas de belladona, unas setitas y humo saliendo de un quemador de incienso. Estuvieran o no esos fetiches y atrezo de aquelarre, la sensación debía de ser muy parecida. Me negué lo más diplomáticamente que pude y ella sonrió. Allí no había leche, no había alimento ni placer para mí.

Al parecer, sólo estaba en lo cierto concerniente al placer. No me iba a aportar placer alguno acercarme al pezón de aquella madre ajena que me toleraba, más que apreciarme, viendo en mí el claro reflejo de la persona que había atrapado el corazón de mi padre hasta el día de su muerte. Sibila, a su vez, decidió atraparle por otros medios. Tal vez por los huevos. Tal vez porque se había quedado embarazada de él y entre sus brujerías y que Arturo tampoco era un desalmado que fuera dejando a las mujeres embarazadas para que se apañaran con el niño, al final sus caminos fueron de la mano durante años.
Pero, ¿a qué me refería con que sólo había acertado en cuanto al placer? Es posible que me precipitara ante la idea de que aquella mujer no podía amamantar a un niño de cinco años, nunca lo había visto. Y es posible que no fuera la bruja que parecía rodeada de aquel halo de misterio y expresiones que a mí me parecieron ladinas. A pesar de la proyección de celos hacia mi madre que proyectaba en mí, posiblemente no me odiara. Y también posiblemente viera en ella una amenaza por la forma en que anteponía a su hijo por encima de mí en cualquier situación. Pero aquella vez me propuso ser uno más, me ofreció un bien preciado, y tal vez malinterpreté algún gesto como si tuviera alguna connotación sexual, un tinte de algo que sólo los adultos entendían y manejaban. Siempre había pensado que lo único que ella buscaba era que le lamiera el pezón, en su día pensé que era un poco depravada; y aunque yo ya no era un activo en la lactancia, me habría sentido como si le hubiera puesto los cuernos a los pechos de mi madre. Pero supongo que el destello de placer anticipado que leí en su mirada podía deberse al alivio que sentiría si necesitaba dar salida a su leche y yo ayudaba.
Una mañana, en el desayuno, advertí algo inusual. Durante años pensé realmente que había probado la leche de cabra, como me dijeron. Incluso lo aseveraba, convencido de ello ante las caras de extrañeza que me brindaban amigos que habían vivido en entornos más rurales que aquel piso de Valencia en el que pasaba algunas temporadas con mi padre. Un día te paras a pensar, atas un par de cabos, y te das cuenta de que, al final, sí probé la leche de la Sibila.

GELB :: Secretos y mentiras

A partir de los cinco años, mi madre me llevó a vivir a casa de mis abuelos. En su día no comprendí por qué de pronto dejé de vivir no ya con mi madre (pues estaba acostumbrado a las intermitencias) sino de vivir en un ambiente de adultos con edades similares a la de mis padres. Mi vida cambió por completo y aquella vivienda pretendía que la llamara «hogar».
Así que allí pasé el resto de mi infancia y gran parte de mi vida, al principio solo con aquellas personas mayores, restos agónicos de un mundo atávico y ajeno a la realidad que me acechaba en cada esquina. Más adelante, mi madre venía algunas temporadas a pasar unos días, durmiendo en la misma habitación que yo. Incluso acabó viniendo también mi tía Susa, a la que adoraba. Ella y mi madre siempre habían estado muy unidas, ellas mismas proclamaban ser «como uña y mugre». Mi prima Sofía y yo también lo éramos. Pasamos un tiempo viviendo los cuatro, aunque la vida daba muchas vueltas. Cuando años atrás me llevaban con otros tíos y primos, por muy bien que me lo pasara siempre acababa pidiendo ir con mi madre. La echaba muchísimo de menos. Ahora, con aquellos señores mayores que me habían enseñado a rezar, le pedía a Dios cada noche que me llevara de aquella casa y me permitiera volver a vivir con mi madre. No sabía la suerte que tenía de tener un lugar donde vivir, por desolador que resultara.

Mi madre vino a casa una temporada, pero apenas pude verla. Pasaba los días en mi dormitorio, a oscuras. Parecía no salir nunca de la cama. Yo tuve que instalarme temporalmente en otra habitación, preguntando siempre por ella. Contaba los días hasta que venía de visita y ahora que estaba allí, sólo veía la oscuridad que imponía la persiana en aquella sala, con su cama recortada en el mismo centro. Mis abuelos me hacían salir de allí para que ella descansara. Me dijeron que mi madre estaba creciendo. Me contaron que los huesos, al crecer, dolían mucho. Me sonaba de lo más lógico. Pensé que en una semana tenía que haber crecido mucho y esperaba una nueva supermamá. Pero de allí no salió más alta. Ni supermamá. Lo que le sucedía a mi madre era que tenía VIH.

Años después, mi cara el día que descubrí que la gente deja de crecer muy joven, debió de ser un poema. A todos nos ha pasado que nos cuentan alguna trola de pequeños, y nos la creemos hasta más allá de los límites de lo razonable. Incluso cuando pasan los años, cuesta bastante convencer a tu cerebro de que Dios tiene cosas mejores que hacer que pasar las horas muertas esperando a ver si te tocas, o tardas una temporada en desechar la estúpida idea de que te quedarás ciego por hacerlo. A día de hoy aún soy incapaz de tocar la hiedra de forma inconsciente. Un niño un poco mayor que yo me convenció de que si la tocaba, me saldrían verrugas. Y que si me las explotaba, saldría un líquido que haría que me aparecieran más. Sonaba a la chorrada más elaborada que me hubieran contado jamás, pero ¿qué ganaba yo tocando la hiedra? Las mentiras, las falsas verdades, las alegorías de los adultos, incluso las mentiras piadosas, a veces son un remedio peor que la enfermedad. Sobre todo cuando nadie te cuenta la verdad con el tiempo y tienes que descubrirla por ti mismo, sintiéndote terriblemente tonto. Imagina que vas a un espectáculo de magia y mentalismo, que el mago te escoge de entre el público y decide que tiene que ser una risa hipnotizarte y hacerte creer que eres un pollo. Pues ahora imagina que nunca te despierta y eres un pollo hasta que, años más tarde, alguien sugiere que lo mismo no lo eres. A veces, sólo a veces, es mejor pasar el tiempo siendo un pollo. Y yo lo fui durante unos años. No fue hasta mucho tiempo después cuando mi madre me contó la verdad.
Descubrí más cosas, me desvelaron más secretos. Ya era lo suficientemente mayor como para lidiar con estas cuestiones y como para no admitir de tan buena gana las mentiras que inventaban para ocultarlo. Y descubrí que mi tía Susa también tenía VIH. No me dieron detalles, pero interpreté por las crípticas palabras de mi madre cómo contrajo cada una la enfermedad. Y no hay muchas formas de hacerlo: sexo y drogas, principalmente. «Tu tía Susa siempre fue más alocada», me dijo. Teniendo en cuenta que Susa había tonteado más profundamente con las drogas, me imaginé que mi madre no pretendía decirme que mi tía se hubiera infectado en una orgía, precisamente. Y en cuanto a mi madre, fue fácil atar los cabos. Había tenido un novio esos años, al que había conocido antes de irme con los abuelos. Se llamaba Kili, era la viva imagen de un macarra toxicómano al que querrías tener en la acera contraria como muy cerca. Pero era buena gente, al menos conmigo. Desconozco si alguna vez tuvo que rajar a alguien. Conducía una furgoneta Renault como si fuera la vagoneta de una montaña rusa, me ponía el estómago en la garganta en cada bajada. Al parecer él había sido el primero en contraer la enfermedad, me parece que murió pocos años después de que mi madre me contara la verdad, dejando una hija de otra pareja.

Los abuelos me dijeron que nadie debía saber aquello. Que no contara nada a nadie. A mis abuelos les importaba mucho el «qué dirán». En una familia normal, no obstante, imagino que también habría sido preferible no airear este tipo de noticias. El VIH siempre estuvo inmediatamente asociado con la peor calaña de la sociedad: drogadictos, sarasas y vivalavidas. Era el castigo divino por la vida disoluta y tan alejada de la moral, propia de la Transición, la llegada de la libertad sin medida, el Destape, la Movida… Franco había muerto pero había enviado el SIDA para compensar. Sin embargo, aquel era un peso demasiado grande para cargar solo con él. Sobre todo cuando apenas tienes catorce años y te han obligado a un voto de silencio que altera tu forma de relacionarte con el mundo. Me sentía como un criminal con un secreto del que no podía hablar. Posiblemente mi delito fuera robar un piano, porque sentía su peso sobre mis hombros. En mi boca, un pañuelo ocultando mi identidad e imponiendo el silencio. Nadie podía entender por qué de pronto me volvía melancólico y reservado, lo que me aislaba aún más. Tardé muchos años en hablar de todo aquello, una vez había muerto mi madre. No podía importarme menos lo que pensara la gente. Nada tenía tanta importancia cuando descubrí lo que era perder a la persona que más amaba.

GELB :: Hijo de mil padres

Hay una pregunta que llevo mucho tiempo escuchando y que me produce sudores fríos automáticamente. Se trata del siempre desconcertante: «¿te acuerdas de mí?». Me enseñaron a ser educado y correcto, por lo que reconocer abiertamente que no tengo la menor idea de quién es la persona que tengo delante, que se jacta de haberme conocido muy bien y de haber incluso limpiado mis pañales alguna que otra vez, me hace sentir terriblemente incómodo. En cuanto a algunos de estos cambiapañales, es como si hubieran esperado veinte años a que pudiera ser consciente de su favor, que fuera capaz de agradecerles en persona su esfuerzo. Me he llegado a sentir en deuda de forma retroactiva, al menos hasta que lo analizo y me doy cuenta de que los responsables directos por aquella época eran mis padres. Con el resto de gente que me conoció de pequeño también solía sentirme turbado. A día de hoy, no tengo una buena retentiva en cuanto a personas, caras y nombres. Imagina con gente que vi de pequeño. En mi infancia no parece que fuera uno de mis aprendizajes más destacables.
Sé que pasé de mano en mano por muchas casas, y que muchas de aquellas manos no eran las de mis padres. Sin embargo, para mí ese tiempo prácticamente no existió. ¿Cómo recordarlos a todos? Hasta los cinco años se hicieron cargo de mí distintas personas en distintos lugares. Algunos durante unos fines de semana, algún día puntual; otros, me tenían durante meses. Nací en Alicante. Siempre pienso que nací «de paso» por Alicante. Realmente no sé cuándo nos fuimos de allí, pero desde que tengo uso de razón mis recuerdos se alternan entre mi madre y mi padre sin lograr arañar a la memoria los dos primeros años que debimos de estar todos juntos. Gracias a las sesiones fotográficas de uno de mis tíos he podido rellenar lagunas de recuerdos con instantáneas veraces. Son de Madrid. Debí de hacer más kilómetros en mis cinco primeros años de vida que en los últimos quince. Incluyendo los vuelos que he tomado. A pesar de moverme tanto entre zonas de Madrid y de la Comunidad Valenciana, existen unos escenarios especialmente importantes y recurrentes en esta historia. Las ciudades de Alicante, Valencia, Madrid. Y Denia.

En ese tiempo que pasé en Alicante, mi padre Arturo vivía con nosotros, mi madre Merche y yo. En aquella época, el dinero que entraba provenía principalmente de un negocio de piedras semipreciosas, gemas, minerales, fósiles, etc. Todo había empezado porque un amigo había convencido a mi padre, por lo que se pusieron a comprar materiales, herramientas, y montaron un puesto en la rambla de Alicante. Este amigo, Emilio, tenía buen ojo para los negocios. Su rostro recordaba a veces al de un hurón; de gesto cínico y ojos entrecerrados, era el personaje malvado perfecto. No es que fuera perverso, claro. Simplemente tenía un carácter difícil. Era taimado, sí, y muy inteligente. Pero carecía del tipo de inteligencia que te acerca a las personas, siendo más bien una persona prepotente y áspera. Conmigo, ya mayor, siempre se portó bien. Tenía la sensación de que me tenía cierto cariño, tal vez basado en el influjo positivo que ejercía sobre mi padre. Pero me temo que tendré que volver a un punto muy anterior, donde no tengo capacidad de valorar de primera mano lo que ocurrió. Yo era muy pequeño, posiblemente incluso para hablar. En casa, como decía, estábamos mi padre, mi madre y yo. Y, por lo visto, también hubo algún invitado. Resulta que mis padres habían vivido intensamente la época hippy y ya en los ochenta mi padre estaba descubriendo los aspectos más incómodos de una filosofía que, entre otras cosas, promulgaba el libre amor. Durante unos meses, un invitado, un chico guapo y sonriente que llegó con su espíritu de libertad y se lo restregó a mi padre por la cara, acabó restregándole a mi madre otra cosa. Y así, durante algún tiempo, mi padre volvía a casa después de trabajar con las piedras semipreciosas y con su compañero Emilio, para encontrarse la cama caliente. Más de lo que a él le gustaba reconocer. No contento con vivir bajo el mismo techo, comer su comida y vivir prácticamente gratis mientras Arturo se deslomaba por sacar el poco dinero que tenían, el invitado se tiraba a su mujer. Ya de por sí desagradable, hay que reconocer que mi existencia en este triángulo tampoco mejoraba las cosas. Había que ocuparse de mí, y como siempre sucede con los bebés, los esfuerzos de uno nunca parecen suficientes a ojos del otro progenitor. A mi padre le parecía que, además de ser currante y cornudo como un cabrón, también le tocaba cargar con más tareas paternales de las justas. Y aguantar mis lloros a cualquier hora del día. Arti —como le llamábamos todos, incluido el invitado— ya se encontraba no sólo cansado, como era de esperar, sino además especialmente irritado ante la situación. Emilio tampoco le ayudaba con sus consejos pues, como ya he sugerido, carecía de la visión que se requiere para comprender los complejos sentimientos y la psicología de una relación normal, no digo ya una de poliamor en la que al parecer sólo salían ganando dos. Emilio y mi madre no se llevaban bien, y era normal. Él parecía querer a su amigo para él solo, y veía en ella un lastre prescindible. Por no mencionar al hijo. Emilio era un soltero con una visión de la pareja que se resumía en la siguiente frase: «busca una pareja igual o más inteligente que tú». No sé si él la llegó a encontrar, o si se contentó con una pareja que le aguantara y le diera hijos. Entre otras cosas, Emilio me parecía un misógino mal disimulado. Es posible que considerase a mi madre inferior, pero tengo la sensación de que era a las mujeres en general. Ella, por otro lado, no era tonta. Se podía imaginar perfectamente qué veneno estaría vertiendo sobre ella a sus espaldas. Cuando mi padre le hacía alguna observación, si le llamaba la atención sobre algo de malas maneras, Merche sabía reconocer el aliento de Emilio saliendo de su boca. Cuando una persona se encuentra en una situación como la de mi padre, y para más inri se ve zarandeado por dos fuerzas opuestas como eran mi madre y Emilio, al final es difícil encontrar asideros contra el desequilibrio. Y mi padre cada vez estaba más exasperado.
Una mañana, le quedaban algunas horas antes de iniciar el ciclo y volver a levantar todo un negocio de la nada, aprendiendo el oficio, siendo varios profesionales a la vez. Al menos siempre fue buen comercial. Mis berridos le despertaron. En semejante estado, era fácil llevar el rasero al terreno que peor ilustra tu situación. Se sentía agotado y superado, pensando que mi madre no hacía lo suficiente, que se dedicaba al placer, olvidando a su hijo y a su pareja. Para eso, era mejor no tener un hijo. Mandarlo todo a la mierda. Tal vez fuera una de las frases que Emilio le repitiera en el taller. En cualquier caso, era fruto del discurso desquiciado de una persona que no ve la luz al final del túnel y, sumido en estos pensamientos, cogió la almohada. Se acercó a mi cuna, con la mirada perdida más allá de mí. Quería que me callara de una vez. Acercó la almohada y la puso sobre mi cara. Seguía llorando. Al cabo de unos segundos, Arturo recobró la sensatez.
Aquello no podía seguir así. Poco tiempo después, mis padres se separaban y yo fui alternando entre uno y otro, intercalado entre tíos y otros familiares.

GELB :: Ninja del amor

Había crecido lo suficiente para saber que lo que le pasaba a mi madre no era un hecho habitual en la vida de un adulto. Las otras madres se levantaban por la mañana, hacían sus cosas de madres y se iban a trabajar en sus trabajos de madres. Te acostaban por la noche, veían un rato la tele y se iban a dormir. En mi nueva casa, en Madrid, mi madre tenía a sus padres. Ellos tampoco hacían cosas de padres. Mi madre era, como yo, una invitada, y las noches de levantarme solo y abrir la puerta de casa habían quedado muy atrás, así como los gusanos de la basura.
Yo era como una sombra. Siempre silencioso, pasando desapercibido. Me colaba en las habitaciones cual maestro ninja. Era una hoja mecida por el viento al pasar por una puerta, un susurro al ocultarme bajo la cama, una tumba en mis períodos de espionaje. Porque no tenía más objetivo que no ser visto, perfeccionar mi capacidad para volverme casi invisible. Sin una idea concreta, pasaba a una habitación ya estuviera vacía o no, movido por la curiosidad de lo que ocurría al otro lado. La mayoría de las veces que iba subrepticiamente a la habitación de mi madre sabía que estaría durmiendo con la persiana bajada. En el fondo, lo único que quería era estar con ella. Como buen detective-ninja que era, me fijaba en la «escena del crimen», los objetos de la habitación y su disposición, con tal de idear una visión de lo que sucedió antes de quedar todo tal y como estaba. Detective-ninja era la siguiente profesión que hubiera elegido de haberme sentido libre para inventar mi propio camino. Es de esperar cuando desarrollas tu capacidad de deducción para averiguar lo que sucede a tu alrededor y como herramienta de entretenimiento entre tanta contemplación. Y cuando me había hartado de contemplar y de ser casi invisible, me iba como el pequeño delincuente que estaba hecho. Descubría mi rostro, apartando la capucha, me acercaba a mi presa e intentaba robar el mayor de los tesoros.
Un beso.
Pero entonces saltaban las alarmas y era descubierto. Ella no decía nada; me miraba en la penumbra, con una expresión indescifrable en los ojos. Creo que no le terminaba de gustar. Por un lado, era su hijo y las manifestaciones de amor tendrían que calar en ella de algún modo. Por otro, parecía molesta por haberla despertado. Para mí era incomprensible, porque cuando eres pequeño no has experimentado más que tus propias sensaciones y el lenguaje humano es incapaz de hacerte comprender algo tan complejo. Con el tiempo, gracias a todas las sensaciones recogidas en tu colección particular, lo único que puedes hacer para comprender a otras personas es un collage con las piezas más parecidas de tu caverna. Nunca idénticas. Intentar comprender a mi madre también me enseñó, indirectamente, a ser empático. A recolectar emociones y clasificarlas, enriquecer mi caverna para entender lo que sentían otras personas. La comunicación verbal no era mi fuerte, así que usaba mi entrenamiento en deducción para elaborar el collage que más se ajustara a la realidad. Al menos intentarlo. Mi madre bebía y tenía problemas no sólo para dormir o descansar, sino para mantener un estado de ánimo que le hiciera disfrutar de mis actos delictivos como ladrón de besos. El alcohol no ayudaba. Todas estas apreciaciones estaban simplemente más allá de mi comprensión. Lo único que sabía, era que mi madre sufría mucho.

Cuando sufres mucho, te vuelves muy sensible a todo. Todo te irrita. Incluso las cosas más triviales. Un día, supongo que debido a esto, mi madre dejó de ser mi madre. Se había convertido en «Merche». Soy consciente de que en muchas familias existen alteraciones de la fórmula estándar con la que dirigirse a un progenitor. Sin embargo, considero un sonido bastante grave y demasiado solemne cuando escucho a alguien llamar a su padre directamente «padre». Me hace pensar en un señor autoritario y adusto sentado en una silla de mimbre en un pueblo perdido de La Mancha. Aunque no deja de ser mejor que llamarle por su nombre —que me imagino algo similar a «Hermenegildo»—. Sé que no soy la única persona que se acostumbró a llamar a su madre por su nombre de pila, claro que tuve suerte de que en aquel caso fuera el diminutivo. El problema era el cambio, porque se me hacía más raro tras años de ser «mamá». Me pregunto si pretendía ocultar a posibles ligues que tenía un hijo, lo que era insostenible. Me inclino a pensar que odiaba la palabra por las implicaciones emocionales que sentía hacia su propia madre. En cualquier caso, la gente a mi alrededor debía de pensar que no tenía madre, que en realidad tenía una tutora legal llamada Merche. En ocasiones yo pensaba algo similar. Tenía un padre y una madre, pero a veces no estaba seguro de ello.
Pasados unos años, pareció arrepentirse. Tal vez había pasado el tiempo de que pudiera espantarle un novio a Merche. A lo mejor se había cansado de que le gastara el nombre. La misma operación, a la inversa. De «no me llames mamá», a «no me llames Merche». Yo ya no era un niño, el cambio no fue fácil. Sin embargo, a mí me gustaba la palabra y me fui a la cama contengo. Sentí, en cierto modo, que había vuelto a tener una madre.

GELB :: Tráfico de niños

Más adelante hablaré de lo que le sucedía a mi madre. Nuestras historias están estrechamente relacionadas como hilos que se entrecruzan y, sin ir siempre parejos, un tirón podía afectar todo el entramado. Me quedaré un rato más con el recuerdo de cuando mi madre era quien cuidaba de mí, incluso teniendo en cuenta que ella tenía que trabajar y yo, solo en casa, tuviera más peligro que un mono con pistola. Supongo que cada vez era más necesario llevarme a una guardería.

A raíz de mi primera noche de juerga en el pub donde mi madre trabajaba de camarera, hubo algunos cambios en la rutina a la que estaba acostumbrado. No es que me aficionara a salir a la calle en pijama, ni que me volviera un autoestopista consumado. Mi madre cambió de trabajo. Ahora trabajaba por la mañana y así podía llevarme a lo que, en su momento, yo consideré como un centro penitenciario para delincuentes infantiles. Aunque, para ser sincero, lo primero que pasó por mi cabeza era que me estaba vendiendo a una mujer que coleccionaba niños. Sabía que mi aparición estelar en su lugar de trabajo la había descolocado; más aún, se había molestado conmigo por ser tan inoportuno y cabeza de mala almohada, eso podía percibirlo de forma meridiana. Pero de ahí a deshacerse de mí de una forma tan fría… ¿Qué iba a pensar? Se fue diciendo que volvería pronto y detecté al instante la mentira. Para eso, hubiera preferido que me dijera claramente que había obtenido algún rendimiento gracias a mi venta y que nunca me olvidaría, que me diera un beso en condiciones y poder empezar a olvidarla cuanto antes para mitigar mi dolor. Sigue leyendo

GELB :: En pijama por la calle

Soy un ser con tendencias noctámbulas. No es tanto que me guste salir de noche, ya ni siquiera me siento especialmente activo cuando se va el sol. Es simplemente que mi ciclo natural parece más afín a un horario ligeramente atrasado. Ligeramente, unas seis horas. Me he preguntado muchas veces por qué siempre he opuesto tanta resistencia a dormirme, cómo es que me he acostumbrado tanto a trasnochar. Mi madre parecía funcionar también de forma similar. Mi madre trabajaba de noche, solía dormir hasta bien entrada la mañana. Fui descubriendo que existen factores hereditarios y otros completamente ajenos que pueden influir y acabar en lo que se conoce como «síndrome de la fase del sueño alterada». No es que en mi más tierna infancia fuera un búho, me quedaba como una piedra como todo hijo de vecino al llegar la noche; simplemente tenía más facilidad para mantenerme inquieto más tiempo y parece ser que me despertaba más frecuentemente. Desconozco si los horarios de mi madre pudieron afectarme antes de nacer, pero tal vez sí lo hicieron más adelante. Me mandaban a la cama, claro, pero luego era frecuente que mi madre y sus amigos prolongaran sus conversaciones hasta bien entrada la noche. De vez en cuando me despertaba y me levantaba. A veces había gente. A veces estaba solo.

¿Qué pasaría si una noche abría los ojos y mi madre se había ido para siempre? Sigue leyendo

GELB :: Columpios de hierro oxidado

Para los que no lo sepáis, para llegar a la meta propuesta por el NaNoWriMo, se estima que cada día deberían ser escritas 1667 palabras. Los capítulos de mi novela testimonial, «Gusanos en la basura» (desde ahora «GelB»), rondan las 900 palabras. Eso significa que estaré produciendo una media de casi 2 capítulos por día. Se puede seguir la novela a través del blog mediante la etiqueta correspondiente y en Wattpad (se necesita abrir cuenta). Por supuesto, seguiré publicando otros contenidos.

Columpios de hierro oxidado

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Mi naturaleza observadora y mi pacto secreto con la oscuridad y el silencio, lejos de convertirme en algún tipo de ninja nocturno supereficiente, me habían hecho una persona bastante espiritual. En ese sentido, mi madre también había influido bastante. Supongo que no todos los niños de tres años han dedicado parte de sus interrogatorios internos a ciertas cuestiones metafísicas. Nunca me dio por hablar de Sartre con ellos. Pero dejando de lado las preguntas que me hacía y esa búsqueda de la existencia que poco a poco nos encuentra, yo era un niño que disfrutaba con placeres muy sencillos. Allí fuera había columpios. Me encantaban los columpios. Podía pasarme largos minutos observando cómo los bichos reptaban por el suelo, ver a dónde se dirigían, con la paciencia de un cámara de documentales. Pero no por nada los amigos de mi madre me conocían con dos sobrenombres: Conan y Suzuki. Una vez había pasado mucho tiempo en calma, me sentía especialmente activo después, por lo que recorría los parques como un loco en busca de columpios. Los que existían a principios de los ochenta eran bastante aburridos, todo hay que decirlo. No había castillos, ni barcos, ni parafernalia con la que imaginar que eres parte de una aventura. Había unas aberraciones duras y frías de metal pintado de amarillo. El producto estrella era un arco de barras entrelazadas, con la altura suficiente para que los niños nos encaramásemos y pasáramos las manos de barra en barra, allí colgando. Ese era el modo a prueba de fallos. Al menos, el mayor fallo que podías cometer era resbalar y caer unos centímetros hasta el suelo arenoso. A mí me gustaba corretear por encima de las barras, poniendo un pie en cada barra transversal. Creo que en mi vida me he golpeado seriamente la cabeza pocas veces. En esos columpios me he dejado no sólo parte de mis manos y de mis pies. En alguna ocasión realizamos un intercambio, dejándome yo la barbilla y, la estructura, parte de su pintura. A mi favor debo admitir que por muy duros que fueran esos circuitos de juego, yo aún tengo la cicatriz pero sigo por aquí. No se puede decir lo mismo de ellos. Sigue leyendo

Gusanos en la basura :: Origen

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A veces me despertaba en mitad de la noche y me daba cuenta de que estaba solo.

Tenía cuatro años y mi comprensión del mundo era vaga y confusa. Levantarme y descubrir que no había nadie a mi alrededor debería haber generado en mí una sensación más desapacible, quizá incluso aterradora, más allá de la indefensión y el velo de completa ignorancia con el que me paseaba por la casa. Cuando había recorrido todas las habitaciones, ya me había hecho a la idea de que mamá no estaba. De noche, en la oscuridad, completamente solo y en silencio, era como si el mundo se detuviera para mí. Podía sentir cómo mi presencia, por lo general pequeña e imperceptible, se magnificaba en el salón. Como quien se acerca a un foco y extiende su sombra, sin dejar de ser pequeño me convertía en importante. Era el único ser vivo que habitaba aquel espacio; de pronto todo era mío en algún sentido. Ante otras personas mi poder se veía mermado, eclipsado. Pero ante la nada yo era un pequeño dios. Por supuesto me hallaba inquieto, pues una madre te hace sentir seguro pero una madre que no está, es una incertidumbre pendiente en el aire. Sin embargo, no tenía miedo. El silencio y la oscuridad eran mis amigos, quizá más de lo que muchos seres humanos podían llegar a serlo. Sentía paz, me sentía a mí mismo, y la ausencia de estímulos me daba un descanso en la mente y el corazón que encontraba reconfortante como un bálsamo.

A veces era similar por las mañanas. En casa había un muro de silencio a mi alrededor y me mantenía aislado del bullicio del nuevo día en el exterior. Pero era un silencio muy distinto al de las noches en las que me despertaba en soledad. Por las mañanas había una o dos presencias en algún rincón y no era un silencio auténtico, con su gravedad acostumbrada. Al compás del leve rumor del tráfico, varios pisos más abajo, la respiración que acompañaba siempre a una presencia se dejaba sentir en el dormitorio de mi madre. De vez en cuando algún ronquido de otra persona, bisbiseos o el frufrú de las sábanas. Las mañanas eran parecidas a las noches, pero el acuerdo que yo establecía con la deidad del silencio cambiaba por completo. Por la noche, se hacía sentir con una autoridad incuestionable. Yo estaba capacitado para invadir su terreno con alguna palabra o al moverme por sus dominios, mas él siempre volvía a su estado natural y se hacía con el control. Por la mañana, debilitado, adquiría una nueva cualidad de sagrado que exigía mis respetos. Yo tenía el control y sabía que tenía poder para derrocarlo, al menos hasta la noche. Sin embargo tenía cuidado y dejaba que este silencio, más humilde, me acompañara hasta que el nuevo día fuera oficialmente inaugurado por las personas mayores. Mientras el silencio se quedaba conmigo y yo le dejaba estar, el mundo seguía girando. Los gusanos salían de la basura para unirse a él.

He mencionado ya que mi comprensión del mundo era vaga y confusa. Creo que merece la pena destacar un concepto, puesto que va a servir para comprender muchas de las actitudes y comportamientos que voy a describir a lo largo del libro. Hay que tener en cuenta que, como en el «mito de la caverna», lo que viví y el prisma a través del cual lo viví, supuso la fuente a partir de la cual he interpretado la verdad del mundo y de la vida. Más adelante he ido descubriendo partes del mundo exterior que me hicieron comprender no sólo lo diferente que puede ser la vida para otros, sino que todo lo que hemos aprendido las personas por separado, no deja de ser igualmente válido, cierto e incierto a la vez. Y yo aprendí que la vida era contemplación, estar callado, procesar la magnificencia del mundo a través de nuestra propia lente y, como tal, proyectarla en el fondo de nuestro pensamiento. Interpretar las sombras que vemos en el fondo de nuestras cavernas. Y allí, en mi pequeña caverna, sucedían hechos que aunque me resultaran fascinantes, no podía evitar tachar de completamente normales. Como ver una procesión de gusanos saliendo de la basura en la terraza de mi casa. Jamás he vuelto a verlo, por más que una bolsa de basura haya permanecido en el cubo oliendo como si Satán hubiera instalado en ella su retrete personal; por más que los deshechos orgánicos hayan tenido sus momentos de fermentación en modo sauna en pleno verano. Aquel fenómeno que rápidamente asumí como habitual, imaginando que era «lo que sucede cuando no tiras la basura un día», era el resultado de una desidia y una desgana que sólo comprendí muchos años después.

Asomado al balcón que daba a un patio interior en un séptimo piso, la bolsa estaba sin cerrar y despedía un olor desagradable y dulzón. A pesar del vértigo y del olor de la bolsa, los gusanos, erráticos, llamaron poderosamente mi atención. Provocaban en mí el necesario grado de aprensión como para sentir alivio al advertir que ninguno tenía intención de entrar en casa. Más bien buscaban otros horizontes en las verticalidades del balcón. Seguramente algún vecino de más abajo se encontraría una desagradable sorpresa al ir a recoger la escoba o tender la ropa. Y, por supuesto, se preguntaría de dónde salían aquellos asquerosos gusanos. De hecho es lo que yo me preguntaba, aún delante de su evidente lugar de origen. Lo primero que me pregunté fue el motivo por el cual a alguien se le ocurriría echarlos en la bolsa de la basura y, una vez hecho, por qué no la habría cerrado. Claro que, tal vez, los gusanos no habían sido siempre gusanos al igual que yo no había sido siempre yo. ¿De dónde habían salido? ¿A dónde iban? ¿Qué buscaban o qué querían? ¿Qué eran? Y así fue como, con cuatro años y sin saberlo, había comenzado a formularme las preguntas más difíciles de la vida. Y, si no había logrado averiguar la verdad sobre los gusanos, ¿cómo iba a pretender conocerla sobre mí mismo?

Microrrelato :: Sellado

Otra semana participando en «Relatos en cadena». La frase de inicio era «El puñetero ojo de la cerradura»:

SELLADO
El puñetero ojo de la cerradura estaba sellado con aquella pasta compuesta de temores y suspicacias. Sólo cuando ya había hipotecado las sonrisas bajo las sábanas, los desayunos en la cama, las visitas al IKEA y los pañales del resto de mi vida, sólo para entonces, me di cuenta de que la llave de su corazón, que él mismo me dio, no abría nada.

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Generalmente, mis textos se mantienen a una distancia prudencial de mi realidad y no se debe sólo a mi afición por la fantasía. Nuestras experiencias son clave para idear historias complejas y profundas, pero expandes las posibilidades cuando vives en pieles ajenas.

La empatía y ser un cambiapieles son herramientas útiles para expandir nuestros horizontes y vivir experiencias enriquecedoras.

Por eso muchas de estas pequeñas historias que escribo no son fruto directo de mis vivencias. ¿Sabéis el dicho que reza aquello de «la mejor mentira es la que tiene una parte de verdad»? Pues una historia no dista mucho de una mentira, ya que estoy hablando de algo que no es real, pero que contenga una pequeña parte de una verdad de la que haya sido testigo, la hace más creíble. En este caso, como es habitual, no pretendía hablar de mí.
Ya desde pequeño, cuando dibujaba personajes, todo el mundo me preguntaba lo mismo: ¿Ese quién es? «No es nadie, me lo he inventado», respondía. Así que, por esa regla de tres, imagino que mucha gente debe de pensar que uno sólo puede hablar de lo que ya ha sucedido. No necesariamente. Y no necesariamente escribimos sobre nosotros mismos. Sin embargo, cuando leo este microrrelato, no puedo evitar sentir que tengo algo en común con ese corazón sellado. Y es que a veces escribimos gracias a lo que conocemos y, otras veces, nos conocemos gracias a lo que escribimos.