Un microcuento con un estilo bastante afectado. A veces me da por ahí. Probablemente use la idea para desarrollarla en un cuento de Enor.
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Salí a comer con un viejo amigo y la chica que me gustaba al placentero bosquecillo de Warmond, junto al canal, donde pastaban vacas y paseaban lugareños en barquichuelas, transportando bienes, fumando su tabaco despreocupados.
Solazados bajo los árboles, los haces de luz de la mañana se filtraban espesos y corpusculares, inundando de paz nuestros ánimos. No fue una salida programada, todo era fruto del azar y de un encadenamiento de ideas fulgurantes que nos había llevado al fin, con sus más y sus menos, a deglutir todo alimento que hubiéramos dispuesto tras un reconocimiento por la zona. Embriagado por el momento y motivado por la presencia de mi anhelada dama —siendo esto el prolegómeno de una concupiscencia ulterior, pues en verdad me movía el deseo de poseerla aceptando con resignación el ineludible romanticismo del proceso previo—, determiné como un experto que los hongos que había recogido eran unos manjares que ensalzarían tan improvisado almuerzo. En verdad solo sabía que no eran venenosos, no al menos mortales.