Odriel :: La Técnica de los Siete Sellos

Ahora mismo estoy con este relato sobre el pasado de uno de los clarividentes de Lorian, Odriel. Este es el principio:

 

Odriel cumplía treinta años, lo que no era mucho para una semielfa. El mundo, por otro lado, se movía a una velocidad siempre diferente a la suya. Los humanos que conoció de pequeña creaban ahora nuevas familias, y sus hijos no se diferenciaban demasiado de los elfos que conoció al mismo tiempo, hace más de veinte años. Al menos mientras no hablaran. Los niños elfos viven infancias muy largas y, aunque su visión del mundo no deja de ser pueril y limitada, las experiencias que han vivido durante tantos años, lo que han aprendido de sus mayores, lo que han absorbido a través de la esponja de su curiosidad sin fin, han hecho de esos niños unas personitas sabias a su manera. Son muchos los que admiran la sabiduría que emanan las palabras de los niños elfos, en ocasiones más elevadas que las de los más insignes eremitas humanos. Tal vez por la pureza de su lógica, aún sin contaminar por los continuos etiquetados, la capacidad de fijarse en lo importante sin el ruido de las múltiples preocupaciones que trae consigo la madurez, y sumado a una experiencia pareja a la de un humano adulto. Claro que los pequeños elfos no están exentos de ciertos agentes contaminantes, de la influencia de sus mayores y su forma de pensar, del entorno en el que viven. Pero los cambios son un proceso muy lento en comparación con la frenética vida de los humanos.

Para Odriel, incluso lo que parecía inmutable, como su padre elfo, también se hallaba en una corriente que jamás se detenía mientras ella crecía. Algunos de sus amigos de la infancia parecían detenidos en el tiempo; otros envejecían, se casaban y tenían hijos; y luego estaba Odriel, que  experimentaba el despertar de muchas sensaciones hasta entonces desconocidas pero extrañamente familiares. El tiempo parecía tener reglas para todos excepto para ella. El único punto en común es que la adolescencia resultaba una etapa difícil para todo el mundo; no entendía de razas.

En el caso de los elfos, su cacareada sabiduría infantil parece diluirse al atravesar la adolescencia, como proclaman otras razas, diciendo que cuanto más pequeños son, más adultos parecen; y que, cuanto más viejos, más infantiles resultan. Odriel miraba a su padre y creía en esas palabras. En verdad se comportaba como un crío, ahora lo veía más claro que nunca. No es que su padre hubiera cambiado un ápice desde que lo conociera. En realidad solo habían cambiado sus circunstancias, pero seguía siendo el mismo aventurero loco de orejas puntiagudas. Quien más había cambiado era Odriel y su forma de percibirlo. Pero ella era su propio punto de referencia, por lo que su padre también había cambiado a sus ojos, de un modo u otro. La semielfa se veía a sí misma como el eje principal de un sistema solar, en el que cada astro giraba a su alrededor a velocidades completamente distintas. Algunos poseían satélites que giraban como locos, de forma vertiginosa, mientras más allá había un universo que permanecía en apariencia inmóvil. En cualquiera de los casos, sentía que nada fluía al mismo tiempo que ella. Para reforzar esta idea, volvió por última vez la cabeza hacia su madre. Su piel seguía tersa pues, a pesar de su tono oscuro, en su frente y sus pómulos se reflejaba el azul del cielo. Sin embargo, a sus cincuenta años, el tiempo había dejado su firma en las arrugas. Alrededor de su boca evidenciaban las alegrías de haber pasado tantos años junto a su hija; alrededor de los ojos, las preocupaciones de haber criado una mestiza en un mundo en el que se habían aceptado el blanco y el negro, pero no los grises. También gris era el cabello crespo de Nyah Lumumba y, aunque Odriel no era consciente de que la próxima vez que viera a su madre, el blanco habría ganado terreno al gris, sabía que el tiempo era cruel con la raza humana. Lo aprendió en su último viaje con su padre, a su regreso.

Tras conocer a sus ancestros elfos de la fastuosa ciudad de Lumandelhain —vulgarmente conocida como «Elfolandia» para los humanos que no gustaban de enredarse la lengua—, lo que para ella no había supuesto más que unos pocos años, para su madre había sido una década. En verdad fueron casi diez años, pero Odriel no empezó a entender hasta entonces que el tiempo tiene contratos distintos para distintas personas. Su madre lo sabía mejor que nadie. Pasó la mitad de su vida arrepintiéndose de haberse enamorado de un elfo, pero no había día que no agradeciera como un regalo la hija que tuvieron juntos. Y ahora, de nuevo, la perdía por quién sabe cuántos años. Deseaba con todas sus fuerzas que su salud le permitiese vivir hasta el reencuentro. Corrió a abrazarla por si la veía por última vez, y lloró.

—No te preocupes, mamá, estaré de vuelta antes de que puedas echarme de menos —dijo Odriel, siempre positiva.

—Eso dijiste la última vez y te eché de menos desde el primer día —respondió su madre—. Es al idiota de tu padre al que deberías decir eso y quedarte conmigo. No tiene prisa para nada excepto para lo que le conviene.

—Vamos, ilíoban —respondió el aludido, llamándola por su epíteto cariñoso—, no seas así. No lo hago por mí, sino por ella. Acaba de terminar la carrera y necesita ver mundo, conocer otras disciplinas, desaprender lo aprendido…

—Déjate de ilíoban y mierdas élficas, Fildoren. Hace veinte años que te fuiste, y encima te llevaste a mi hija.

—Es nuestra hija, y mis sentimientos no han cambiado hacia ti en estos veinte años: para mí es como si fuera ayer.

—Ya sé que no han cambiado, la indiferencia es un sentimiento muy persistente en los elfos. Solo digo que podría quedarse y seguir trabajando de ayudante en la Universidad de Alquimia. Siempre hay algún puesto. Incluso podría trabajar conmigo.

—Gracias, mamá, pero ya te he dicho que no me gusta trabajar con muertos. Lo que quiero es ayudar a los vivos, y en la Universidad apenas tenían nada que enseñarme sobre feng shui. Papá me va a llevar a sus orígenes, a la isla de Daojima.

Nyah miró al elfo con suspicacia.

—¿Y a ti qué se te ha perdido en esa isla? Tú al único vivo que quieres ayudar es a ti mismo. ¿Desde cuándo te interesa el feng shui?

—Soy un chamán viajero —respondió encogiéndose de hombros—, es normal que me interese por conocer otras disciplinas, otras culturas y ver mundo.

—Aún me cuesta entender cómo pude dejarme engañar por ese cuento hace treinta años, cuando me dijiste las mismas palabras para meterte entre mis piernas.

—Eras más abierta hace treinta años.

—No hace falta que lo jures.

Uno de los personajes de esta historia.

Uno de los personajes de esta historia.

 

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